¡Qué cosa tan linda es Belfast! Kenneth Branagh nos comparte su visión autobiográfica del tiempo que vivió metido en el rollo “católico-protestante” en la Irlanda del siglo pasado. Y es de lujo.
No estoy seguro de que sea “el conflicto irlandés visto desde la perspectiva de un niño” sino “el niño visto -o recordado por Branagh- dentro del contexto familiar durante ese conflicto”. Entonces nos paseamos no solo por los momentos propios de esa edad: la fantasía de los juegos en la calle “persiguiendo dragones” (cosa en la que me parecía ver a mi hijo de 7 años y sus juegos imaginarios donde la mayoría de las veces ÉL es el dragón, jajaja), los primeros enamoramientos en el colegio, las conspiraciones con los abuelos, etc. Pero también nos muestra sin tapujo (y en blanco y negro) la tensión de los adultos, los pequeños abusos de todos contra todos, los prejuicios absurdos, la vulnerabilidad, y lo que todos hacían por mantener a salvo a sus familias en medio de tanta hostilidad.
Belfast en “blanco y negro”
Puse entre paréntesis lo del “blanco y negro”, porque además es interesante la elección. Branagh ha dicho que escogió mostrarnos Belfast en blanco y negro pues “le parece que le da un tono bastante forense y puedes meterte realmente en los personajes sin distraerte mucho en el colorido“. Sin embargo Branagh sí muestra algunas cosas en colores (y no me refiero al abrigo rojo de Spielberg, jejeje, no va por ahí), y a mí particularmente me pareció encantadora la relación que establece entre ambas coloraciones. Sin contar que el blanco y negro ayuda a resaltar aquellas situaciones o decisiones en las que debemos ver matices, que precisamente no todo es “blanco o negro” y que juzgar al otro siempre es muy fácil -más allá de estar de acuerdo o no-. Hay varias escenas explícitas sobre esto.
Además está el abordaje político y religioso, que si bien no es el centro de la historia, sí expone la brecha entre el discurso oficial, del púlpito y el de la casa. La cosificación del contrario (carta repetida y aun así necesaria) y la orientación personal que cada quien le da a sus decisiones y a la de su familia. Por supuesto, en la película de Branagh tiene mucha más importancia lo segundo, el espacio de la familia (nuevamente), porque es donde precisamente vemos los matices de ese “blanco y negro” de los discursos.

Fotograma de Belfast / Focus Features
Los que se quedan, los que se van
Una de las cosas maravillosas del cine es poder poner en común experiencias, y el tema de los desplazamientos migratorios forzados por violencia o situaciones humanitarias es uno de los que más nos tocan estos días. Estamos claros en que Branagh le dedica esta cinta a sus connacionales irlandeses, pero son sentimientos que en estos momentos resultan bastante globales. Yo, particularmente, me identifiqué en muchas conversaciones entre los personajes de Jamie Dornan y Catriona Balfe, me resultaron casi textuales los balances de las oportunidades que tendrían al salir o de “la zona de confort” que abandonarían y lo que eso significaba.
Rematando el tema con una especie de epílogo en forma de un primer plano maravilloso del personaje de Judi Dench, haciendo la conclusión sobre la decisión tomada por la familia (no es spoiler, no estoy diciendo cuál fue la decisión ni cito el parlamento de la Dench). Les diré que me ha puesto a llorar en apenas tres segundos. Insisto, maravilloso.
Todo esto está soportado por un reparto muy bien llevado de la mano de Catriona Balfe (Outlander), Jamie Dornan (The Fall, 50 sombras de Grey), Judi Dench (“M” en la saga de 007, El Exótico Hotel Marigold), Ciarán Hinds (“Mance Rayder” en Game of Thrones), y por supuesto, Jude Hill en el papel de Buddy, el niño alrededor de quien gira todo en esta historia. Es un sentido homenaje a las familia, a lo complejo de la comunidad, a lo entrañable del terruño, ese que muchos de nosotros hemos tenido que dejar, ese del que tantos otros no han podido separarse.
Gracias, Sir Kenneth Branagh.